LA CULPA FUE DEL CHA CHA CHA

Capítulo II. Banda sonora: «Bailando» de Alaska y los Pegamoides

Semivacías las piscinas, con el agua verde estancada, y desalojado el mostrador que hacía de bar en verano, el pabellón de usos múltiples del pueblo había sido, esta vez, el escenario elegido por la cuadrillita para marcar el paso de su vida, en unas clases de baile que pondrían sus cuerpos en forma. Un, dos, tres, chachachá.

Frente a las espalderas de madera carcomida, a modo de photocall, se consagraba la pista de las Eternas Adolescentes. Caderas de edades avanzadas, embutidas en chándales del Lidl –la que no podía permitirse la imitación de Adidas– se preguntaban, entre ellas, cuál era el radiopatio del momento.

—Chica, ¡pero qué chándal más mono nos traes hoy!

—Maja, pues de oferta lo he pillao.

Con actitud firme y aires de grandeza, apareció María del Cielo posando en el marco de la puerta.

—Ya pensábamos que no venías.

—Pues vengo de la peluquería, Loles, de darme tinte, y ya sabes lo que tardan.

—Bueno, yo es que tengo pocas canas, pero oye, muy guapa quetehan dejao.

La facilidad que tenía Lamaricielo para cotillear tres perfiles de Facebook a la vez, la seguía manteniendo en el liderazgo del clan. Cada encuentro exigía la seriedad de una estrategia de investigación típica del Casino Royale, aunque su credibilidad quedara difusa por combinar el chándal gris con sus manoletinas negras de charol roído. A su lado, el glamour y desparpajo de María Dolores: Laloles, la lolaila, la alegría de la fiesta. Siempre subida en un andamio, para que se la pudiera ver, el último chollo de las rebajas habían sido unas deportivas con plataforma para no perder el estilo ni «sudando». Innegables amigas hasta la saciedad, presumían de su despreocupación por los qué dirán.

María Asunción Macarena, María de la Flor y María Purificación seguían asumiendo su papel de «el resto». Lamaca, se pusiera el chándal que se pusiera, en vez de dar a su cuerpo alegría y macarena, le daba sofocos y estupores con sabor amargo. Laflori, sin crecimiento ni a lo alto ni a lo ancho, apareció con el mismo chándal rosa fucsia con el que hacía gimnasia en EGB. Y al igual que entonces, como una flor a punto de marchitarse tras el verano: sosa y mustia. Lamaripuri o Purimari, sin perder sus costumbres estrafalarias, combinó dos piezas de distinto chándal. Dicen las malas lenguas que también de distinto color…

—Bueno, mujeres, ¿empezamos?

Ante el llamamiento, el corrillo postjuvenil se calló en seco dando un respingo. Luismi, el profesor treintañero, había entrado al polideportivo. Ceñido en una camiseta que marcaba sus pectorales y con un pantalón de chándal ancho que dejaba entrever la cinturilla del calzoncillo, daba palmadas para ponerlas en marcha.

—Ay, Luismi, que cuando te veo me recuerdas al cantante. «Acaricia mi sueño, el suave murmullo de tu respiraaaar» —con ceño fruncido y ojos cerrados, Lamaricielo hacía la pamema—. Ay, con lo que me gustaba a mí Luis Miguel.

Las demás soltaban una carcajada nerviosa.

—Venga, empezamos calentando —se atrevió a matizar el chico.

—Como siempre —apostilló Laloles, mientras acompañaba el comentario con una mueca y levantamiento de cejas jocoso.

Lamaca la miró con cara de vinagrilla. Sonrisillas picarescas se escuchaban acaloradas por lo bajines.

—Qué, ¿ya estáis cansadas? ¡Si no hemos empezado!

—Luismi, que les pesa el culo —una voz cantarina y desenfadada acababa de entrar en escena: María Isabel, Ladeloschalés, tan moderna como siempre, vestida con el último grito de las rebajas.

Los ojitos que, previamente, estaba poniendo Lamaricielo -arriesgando a que se le dieran la vuelta en el interior del párpado- se habían convertido en una mirada de alerta. Se decidió a cortar el hielo:

—Hola, Isa, ya te estábamos extrañando, ¿verdad, chicas, que lo hemos comentado? Aquí estamos, intentando hacernos con las curvas de Lapataky —ella misma se hizo gracia.

—Yo es que soy más de Lakardasian —Ladeloschalés había llegado al pueblo, y a la clase de baile, pisando fuerte.

«Bailando, me paso el día bailando». La canción de Alaska y los Pegamoides sonorizaba la movida madrileña que se traían entre manos. Aquellos tiempos…

—¡Venga, chicas! Damos dos pasos para la derecha y dos, para la izquierda. Derecha… Izquierda… ¡Muy bien, Loles! ¡Venga, que casi lo tienes!

—¡Venga, que casi lo tengo! —vociferó María Dolores mientras daba palmas al unísono.

—Derecha… Izquierda… ¡Y saltamos! Esos culos firmes, a ver si voy a tener que ir yo.

—Uy no, que luego a ver qué le digo yo a mi marido —en el barrio, se decía, se contaba, se rumoreaba, que Laflori-Lasosa suena a marca de sal.

«Bebiendo. Me paso el día bebiendo…».

—Mira, eso sí que lo hago bien: ¡beber! —por algo se la conoce como la alegría de la fiesta.

—Di que sí, Loles —Ladeloschalés intentaba camelarse a la «amiguísima».

«Tengo los huesos desencajados, el fémur lo tengo muy dislocado, tengo el cuerpo muy mal…».

«¡Pero una gran vida social!» —Laloles y sus desenfrenos.

—Venga, mis chicas, ahora un chachachá. Nos ponemos por parejas —Luismi toma a Ladeloschalés para hacer las indicaciones—. La mano en la cintura, aquí. Y un, dos, tres, chachachá. Otra vez: un, dos, tres, chachachá. ¡Muy bien, Isa!

—Pues a mí no me sale, Luis Miguel —la cuadrillita se alerta cómplice. Todas saben que, cuando Lamaricielo se dirige a alguien llamándolo por el nombre completo, es que está calentita.

—Ahora voy.

Lamaricielo sonríe a Ladeloschalés y suelta un «¡cambio de pareja!» que desfoga toda la emoción contenida. Adelantaba la canción que «la culpa fue del chachachá, sí, fue del chachachá, que me volvió un caradura por la más pura casualidad…».

—Uy, qué brazo más forrrnido tienes, Luismi, ¡cuánto músculo hay aquí contenido!

—¡Venga! Un, dos, tres, chachachá.

—Ay, me voy a agarrar bien, que pierdo el equilibrio.

—¡Venga, Maricielo! No, el pie para el otro lado. Me has pisado, ¡no pasa nada! ¿Qué tal vais chicas? ¿Hacemos un cambio? —el gesto de la líder se altera.

—No, no cambiamos. Enséñame el paso otra vez, que no me sale, Luis Miguel.

—¡Venga, otra canción!

El sofoco del ritmo se hace más jadeante y el rubor asoma por las mejillas de Lamaricielo, que suspira tensa mientras su sonrisa pícara se desdibuja. La melodía, mientras tanto, se escapa a hurtadillas por la rendija de la puerta del pabellón de usos múltiples, de aquel pueblo perdido en una carretera nacional.

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