TODO LO DEMÁS NO IMPORTA

Azotaba la brisa húmeda. Caía ese chirimiri mañanero que engaña discreto: moja, aunque no cala, aprieta, pero no ahoga. Ese chirimiri puñetero que se mete en las vértebras lumbares convirtiendo un amanecer anodino de primavera en uno que recuerda al otoño en sus días mozos. Lo escoltaba una estela de rocío aposentada desde altas horas de la madrugada. No acompañaba en optimismo.

Tres gotas contadas cayeron en procesión sobre el cristal derecho de mis gafas. Agua desangelada proveniente de las plantas de un primero. Era día de bautizo. No obstante, me di cuenta tras el viaje.

A mi paso, las calles formaban intersecciones iluminadas por las ráfagas de coches abriendo carretera. Llegué sonámbula al semáforo. Es un sinvergüenza cuando se activa a destiempo. Los siguientes minutos estuve en estado de letargo.

Me espabiló el golpe de una maleta maciza que me atrampó el pie izquierdo. Empecé a contar hasta diez. No llegué a cuatro, me desvié en otros pensamientos. El equipaje iba unido a una hilera de concavidades formando el cuerpo de una embarazada. La mismísima Sierra de la Demanda en vertical. “Qué tripa más gorda, por el amor de Dios”. Añadí una expresión de abuela, porque si es “por el amor de Dios”, quedábamos bienaventuradas las dos.

—Disculpa, ¿este autobús va…? —La propia mujer interrumpió por sorpresa mi cavilación. Sonreía radiante. “Demasiada sonrisa tratándose de las seis y media de la mañana”. Lo pensé muy rápido, entre su pregunta y mi respuesta, la cual fue un asentimiento de cabeza autómata. Me había mencionado el nombre de un municipio que me sonó hortera; aun así, no lo bastante como para obligarme a recordarlo. Íbamos al mismo autobús y ambas nos quedamos mirando la reserva natural. Ella me contestó un “gracias” cortés. A mí nunca se me dieron virtuosas las conversaciones de relleno. Tampoco la cortesía. Fue una escena torpe. Vista desde fuera, cayó graciosa. Me hubiese reído de haberme parecido motivo suficiente.

Nos atascamos al subir al vehículo. Ella y sus buenos modales me cedieron el paso. Lo agradecí en silencio. Podía haber muerto apisonada si se me cae encima. Fíjese en el titular: “Mujer muere arrollada por un desvanecimiento corporal”. Sonreí al imaginarlo. Hubiera comprado ese periódico si leo semejante joya amarillista. El conductor del autobús me devolvió la sonrisa creyendo que la mía iba dedicada a él. Me perturbó.

La Sierra de la Demanda tuvo dificultades al subir los peldaños. “¿Por qué harán las escaleras de los autobuses tan altas?”. Por un momento, hice ademán de darme la vuelta y ayudarla a escalar, pero venían horas de viaje por delante y consideré más aparente coger buen sitio.

Me acomodé en el asiento. Incluso recuerdo estirar los brazos hacia atrás. Decidí echarme una cabezadita. Sin embargo, me duró la ilusión un bostezo. Una avalancha de trastos invadió el sitio de al lado.

—Está libre, ¿verdad? —Mecagoenlaputa”. Esa frase la recuerdo con exactitud. La medité gritando. Esta vez no añadí ninguna expresión de abuela. Ni me santigüé. Me cagué en la puta y punto. Estaba en mi derecho de hacerlo. Tampoco me sentí mal. Al fin y al cabo, el término había quedado en mi mente y la puta no tiene rostro. Asentí de nuevo.

La embarazada ocupó tres cuartas partes: su asiento y la mitad del mío. La miré de soslayo. Me daba pavor una posible conversación eterna, pero ella estaba a lo suyo: sacaba trastos de una bolsa de mano apoyada en sus pies. Me sobrevino la idea de que rompiera aguas en la butaca y un escalofrío me recorrió la columna. Prefiero la sensación provocada por el chirimiri.

Empezó a comerse una tableta de Kit-Kat y a mí me pareció más gorda todavía. Me debatí en mi interior con la típica moderna de ahora. Me hubiera dicho: “Está sana, eso es lo importante”. Rumié la frase poniéndole vocecita tiquismiquis. “¿Quién ha dicho lo contrario? Sana, sí, y también como un tonel. Uno a punto de rodar, joder. Hoy en día, estas juventudes reformadas lo cuestionan todo…”. Por mi parte, había dejado de estimar a mis veintinueve otoños unos capullitos jóvenes en flor. No era yo, sino los tiempos. Desvié la mirada hacia la ventana. Se apreciaban los primeros rayos tenues de sol. Apoyé la cabeza en el cristal. Me agota debatir y me fui apagando. “Vaya olor a chocolate revenido…”. La mujer ocupó las siguientes horas en devorar tabletas de Huesitos y Kinder Bueno mientras leía con aires y agitación “Mamá a los cuarenta”. Yo solo llegué a cabecear.

Al otro lado del pasillo, un negro la contemplaba impávido, con la misma curiosidad que me hubiera invadido a mí si no fuera porque estaba agonizando aplastada entre el cristal y su barriga. Me pareció exótico, aunque más insólita era mi presencia en dicho panorama. Volví a disputarme con la típica moderna de ahora. Me habría catalogado de racista. Entré en mi defensa con un fantoche como réplica: “Los niños pintan a los africanos negros, a los chinos amarillos, a los alemanes rosas… A mí de naranja seguro”. Me arremangué el puño del jersey y me miré los brazos. “Los niños son daltónicos, por eso nunca me he fiado de ellos”. Luego miré a la embarazada. Se rascaba la tripa. “Pobre bebé —pensé— nacerá daltónico”. Bostecé. Me aburría de mí misma.

Mi adherida, por el contrario, estaba entretenida. Me abanicaba el aire producido por las hojas del libro cuando las pasaba. Como banda sonora, el ruido de papel arrugado de las tabletas de chocolate. Recordé que necesitaba un ventilador silencioso. Saqué el móvil y me metí en Amazon a comprarlo.

—Todavía no sabemos el sexo. Será sorpresa —Me volví con cautela y parsimonia hacia ella. Tenía la mínima esperanza de que fuera al negro a quien se dirigía, pero el mensaje iba dedicado a mí. “No te he preguntado”. Reflexioné si decírselo y recapacité. Como respuesta le dediqué una mueca lo más parecida que sé asemejar a una sonrisa: me pongo en alerta abriendo mucho las aletas de la nariz. A veces la he recreado delante del espejo. Lo reconozco: se parece más a un gesto de asco que de amabilidad.

— No sabemos si será Alejandro o Alejandra… —“Será daltónico”. Todavía me arrepiento de no haberle advertido. Me quedé hipnotizada observando cómo masticaba a la vez que sonreía: no abría la boca, emitía chasquidos y se llevaba el dedo índice a los labios en un acto reflejo de refinamiento. La mujer esperaba mi contestación y yo solo atiné a efectuar la compra del ventilador. Estaba atravesando una etapa insustancial. La vida parecía fluir desde hacía años, pero yo seguía obstinada en no encajar en ella. Necesitaba un cambio de aires.

“Bendito sea Dios”. Me pareció misericordioso cuando el autobús llegó a mi destino. El San Lorenzo se hizo a un lado y salí como pude. Se me enredó el asa de mi bolso en el apoyabrazos del asiento. Poco espacio y mucha premura por huir. Pasé bochorno. Antes de pisar el tercer escalón y solazar la libertad, le dediqué una última mirada a la embarazada. Se entendía con su próxima presa: una bolsa de Aspitos.

El trayecto era de regreso a casa. Había decidido dejarme abducir por los campos deshabitados de mi pueblo para pasar unos días alejada del trajín de la ciudad. Después de cinco horas de tortura, reinaba la paz. Quise estar unos segundos escuchando la calma.

Me encontraba sola en aquella marquesina metálica. El barrote de aluminio todavía conservaba unas pegatinas desgastadas de la primera edición de Operación Triunfo. Uno de los cristales estaba roto y el otro tenía pintado un grafiti. No se leía ninguna palabra con sentido. Consideré que esa expresión me definía bien.

Era la misma parada donde me dejaba el autobús del colegio cada tarde a las 14:37 horas. Me sentaba sola en la parte derecha del pasillo, en la ventana número 5. No tenía con quién compartir asiento y me entretenía escuchando música de un MP3, de los primeros vendidos en el mercado. Las canciones tapaban el rugir de mi tripa por el hambre y el griterío de la parte trasera ocupada por el resto de los niños. Hablaban entre ellos. Era un recorrido de unos veinticinco minutos pesados como una losa. Me bajaba siempre con un “hasta luego” cantarín al cual solo respondía el conductor. Quizá fue en aquella etapa cuando desarrollé mi apatía por la raza humana y preferí entablar conversaciones con los libros: condenan con aptitud siendo menos vanidosos.

Reanudé la marcha. Me quedaba atravesar una acera grande del vecindario. La temperatura era agradable para caminar. Hacía mucho viento, del Norte. Necesitaba respirar aire puro. El cielo estaba encapotado, un azul añil en combinación con el gris de la carretera y el amarillo y verde de los campos. Una paleta de colores anunciando tormenta primaveral. Era un lienzo en vivo.

—Niña, niña, ¿ande vinís? —Frené en seco y contuve la respiración, como si así pudiera seguir a hurtadillas y pasar desapercibida —¿De la escuela vinís? ­—Miré a los lados implorándole a Dios y a los astros celestiales que no fuera a mí. Aquello era un jodido descampado, no había nadie más. —¿Qué vienes de la escuela, eh? —Quizá me hablaba el Omnipresente. Miré al cielo y pensé en decirle: “Dios, hoy te estás pasando el juego”.

Una mano robusta y descuidada me tocó el hombro. Di un respingo, casi me quedo en el sitio. Me anoté para la próxima vez: mirar hacia los lados y también detrás. Podría haberse tratado del Ser Supremo o de un alienígena mandado de otro planeta. Era Martín, tenía un poco de ambos, un hombre que ya vivía en el pueblo cuando sus calles todavía no existían.

—Que hay que estudiar mucho pa’ darles alegrías a los papas, ¿a qué sí? Y luego el carné de conducir, eh, niña, pero primero los estudios. Que hay que se’ algo en la vida—Abrió los brazos como Jesucristo. Estaba de acuerdo, hay que ser algo en la vida, aunque el abanico de posibilidades que tiene el ser humano de escoger, me preocupa. —Yo, mira, yo aye toa la tarde de la huerta pal tractor, peo tú no, eh… Tú, niña, a trabajar, que hay que trabajar mucho pa’ no acabar en el tractor, eh, niña… Y dile al papa, dile: “Dame la paga, papa, dámela…” Pídesela, claro, mecagüenlamar. Tú dile: “Es pa’ libros, papa, que las pesetas son pa’ libros”. Pal móvil y esas cosas no, eh, niña, que con eso no se estudia…

Cada vuelta a casa después de mi jornada escolar, me encontraba a Martín en el punto exacto donde estaba ahora. Siempre me preguntaba: “¿Qué tal hoy el colegio, niña? Que hay que estudiar mucho”. Sin embargo, había ocasiones fortuitas en las cuales añadía un “todo lo demás no importa”. El azar daba en la diana y recuerdo escuchar la frase cuando más lo necesitaba.

Ambos desarrollamos una especie de mensaje cifrado. En aquella época, decidí adjudicar el “todo lo demás” al vacío reservado para mí en el patio de colegio; un espacio que no me llenaba y el cual ocupé con “estudiar mucho”, encontrando, de este modo, una tabla salvadora al rescate de mi mente. Hice de la incomprensión, la normalidad. Los cursos escolares fueron sucediéndose con aparente naturalidad mientras la realidad se me presentaba como una fisura a la que debía complementar con mi ficción.

—Mírala, qué salada, qué maja, qué mayor estás ya. —Tenía un ojo blanco. Sonreía con cariño, pero el ojo blanco le otorgaba una imagen magnética y endemoniada. Manifestaba gracia. Me recordó a Joker. Con un gesto brusco de brazo, me dijo en idioma de aldea “vamos a seguir pa’ lante, te acompaño”. Se me abrieron de nuevo las aletas de la nariz y las órbitas de los ojos.

—Ya por la gran ciuda, eh, niña. Allí hay gente maja y no los chorrofos de aquí.  Mecachislamar, qué mayor ya… ¿Qué tal por lli? —Me estaba sometiendo a un examen y yo no me había estudiado el temario. ¿Cómo me encontraba en la gran ciudad? No supe qué responder. Él, al contrario, lo tuvo claro: “Qué bien estás en la gran ciuda, eh, niña, ¡siendo algo en la vida!”. Y, con tono de convicción, añadió: “Todo lo demás no importa”.

En mitad de la nada, de regreso a casa, encontré de nuevo la tabla salvadora causante de convertir la desidia de mi presente en interés hacia mi futuro. Hacía años que Martín había dejado de observar la acera, si bien conservó la respuesta como una iluminación divina. Irrumpió en mi memoria y con su Don me bautizó.

Lo resucité para reconciliarme con el ser humano. Desde entonces, aguardo expectante los amaneceres de chirimiri discreto: que moja, aunque no cala, aprieta, pero no ahoga. Y todo lo demás no importa.

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