Una mirada transmite un sentimiento mucho más completo y profundo que las mil palabras que traten de describirlo. Me pasa con algunas personas, que suscitan más mi curiosidad en su mirada antes de lo que digan o hagan. Imagino que por ello le doy tanta importancia al modo de mirar y al cómo se sea observado. Esas miradas, que uno puede ir redescubriendo a su paso por la calle, en el supermercado, en el parque, en el metro, en un bar o hasta en una gasolinera son las que hacen cine.
Debo admitir que de las miradas nace mi debilidad por las películas contemplativas, las que están formadas por planos que se han propuesto llamar tu atención y no la de quien tienes al lado. Pausados, tranquilos y bellos aun sin pretenderlo, te inquieren a los ojos; y, desde el silencio, comienzan a hablarte despacio, casi en susurros, hasta conseguir abstraerte del mundo. Son instantáneas que permiten un diálogo íntimo con quien decidió qué queda dentro del encuadre y qué fuera.
Así, con el interés de captar su propia esencia, que parece diferente según quien la mire pero que, sin embargo, subyace escondida siendo la misma para cualquiera, surge el intercambio de sensaciones con uno mismo. Solo hay que saber mirar. Esos planos, que uno puede ir reelaborando a su paso por la calle, en el supermercado, en el parque, en el metro, en un bar o hasta en una gasolinera, son los que hacen arte.